Llegamos a la casa

Llegamos a la casa a finales de febrero o principios de marzo. Aún hizo frío un par de días, pero pronto un calor debilitante lo blanqueó todo. El sudor perlaba la piel y la mera idea de salir al exterior con el bebé me agotaba. Me daba miedo sacarlo, tan pequeño y tan frágil, el mundo de fuera tan hostil y brutal. Cada movimiento era agotador. 

La casa tenía cierta belleza, amplia, de techos altos y árboles centenarios en el exterior. Sin embargo, para mí, con un bebé en los brazos veinticuatro horas de veinticuatro, me resultaba extraámente incómoda, con sus múltiples y sugerentes espacios desaprovechados. Y lo peor, esos malditos insectos gigantes como salidos de una pesadilla. ¿Era una plaga? El primero lo vimos en nuestra segunda noche.

Yo tenía, como siempre, al bebé diminuto en mis brazos, su pequeño corazoncito latiendo en mi pecho cálido. Acabábamos de cenar, la casa aún un caos de cajas y paquetes por desembalar, y de pronto ahí estaba. Una sombra oscura deslizándose cerca de mi pie. Patas, muchas patas, una imagen que a mi cerebro le costó procesar. Ese bicho asqueroso no debería estar ahí, no cerca de mi pie desnudo, no cerca de mi bebé indefenso. D. lo mató, lo aplastó contra el suelo con una zapatilla, pero su veneno viscoso ya se había inoculado en nuestra realidad. El asco y el miedo se hicieron presente. Aún así éramos adultos, adultos responsables y nos dijimos que habría entrado con las cajas de la mudanza, que no habría más, que todo estaba bien, que nuestra pequeña estaba segura.

Oh, qué equivocados estábamos.  

   Fotos: China's forgotten places and urban dystopias  

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