El pueblo que nos habita
Una cree que está sola y se hurga la nariz, va al baño, se masturba o contempla con curiosidad las bragas sucias. Una cree que está sola y se arrellana en el sofá para leer con los calcetines por encima de los pantalones o hace pis en la ducha bajo el chorro de agua caliente. Una cree que está sola y sin embargo lleva un pueblo dentro de ella. Si fuera esta una historia bonita, el pueblo sería una tribu que nos daría apoyo, pertenencia y seguridad. Nos daría unos brazos cálidos y un pecho en el que refugiarnos cuando nos sentimos abrumados, una brújula para orientarnos en el caos. Sería hermoso sentirse acompañados, no estar solos, formar parte de algo más grande que uno mismo. Pero no es esta una de esas historias y no es de ese pueblo del que hablo. Hablo de ese pequeño, mediocre y amargado villorrio en el que las mujeres aprietan los labios en una sonrisa tan fina que no tira de las comisuras. En ese cruce de calles las viejas espían detrás de los visillos y todos saben todo sobre todos, solo que en verdad no lo saben. Y tras las cortinas y las puertas cerradas hay golpes secretos, caricias asquerosas y mucho rechinar de dientes. Y de pronto descubrimos que ese pueblo del que una creyó escapar hace ya tantos años todavía nos habita. Sus juicios nos habitan, sus convenciones, su mirada fea sobre las cosas se nos impone a veces. Hace frío bajo la sombra del campanario.
Descubrimos que no estábamos solos cuando creíamos estarlo y no éramos libres cuando creíamos serlo. Que había campanadas extemporáneas y viejas tras los visillos de nuestro interior vertiendo en nuestros oídos juicios y opiniones ponzoñosas. Una se pregunta cuántos pensamientos manchados habrá en su interior, cuantas ideas hijas de la estrechez y cómo desembarazarse de ellas, como empezar a ser una misma sin perder por el camino quién es.
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